
Extraño su lengua, en noches como esta extraño ese apéndice en que se transformaba y me volvía folículo piloso. Todo él era el músculo que con la serenidad de los astros develaba tabúes y me hacía planicie en la que confluían mis ríos. No había nada que no hurgara; centímetro a centímetro era domado a su paso, a las pesquisas en las que el único premio era una sonrisa cuando de entre mis piernas emergía cual bulldog salpicándolo todo y decidido, me arrastraba una y otra vez a las simas.
Nunca dije no; fingía no querer, me volvía típica, con dolor de vientre o de cabeza y daba un giro u otro si estaba en las sábanas; si no, si lo tenía al lado y me observaba, porque siempre calibraba el más ínfimo de mis movimientos, era suficiente con que recogiera mis rizos y le otorgara el cuello. Sus ojos desprendían saetas y lo que surgía como un mohín acalorado, terminaba en un recorrido en el que como muchos, la cata era interminable y yo un nido de burbujas con las que planeaba hasta vernos a ambos yacer jamás satisfechos. Era hembra con ascendente hembra mientras él dirigía el rumbo de mi cordón de plata y extasiado por la imagen, cuidaba que no me perdiera en el revoloteo de los insectos o en la luz del bombillo disuelta en mi esternón. Entonces, con la furia de un tronco que se rinde devorado por los vientos, entre espasmos casi vulgares y presiones de pájaro carpintero, me hacía volver para tras mi petit mort, otorgarme de nuevo su boca. Debí decir no, tal vez aún tendría no sólo esa lengua.